martes, 23 de enero de 2024

LA PRESENCIA IGNORADA DE DIOS

por Andrei Maldonado

Introducción

El presente ensayo pretende ser un análisis crítico sobre la presencia ignorada de Dios, concepto acuñado en torno a la relación médico-paciente en la psicoterapia, fundamentada a partir de algunos de los principios que, a finales del siglo XIX y principios del siglo XX, el psicólogo Sigmund Freud acuñara en el sentido sobre la ciencia (en específico el psicoanálisis que él construye) en oposición a la fe y la religión.

A continuación, abordaremos de manera crítica y analítica lo expuesto por Viktor E. Frankl en La presencia ignorada de Dios: psicoterapia y religión, en donde el autor cuestiona la separación que promueve el psicoanálisis en las relaciones médico-paciente, bajo la estricta lupa de la objetividad, misma que convierte a la persona enferma en un mero objeto de estudio al cual hay que “sanar”, despersonalizándolo por completo.

Consientes de la brevedad a la que se puede someter el siguiente ensayo, no es menester del mismo ser un análisis ni superfluo ni total del tema aquí cuestionado; se utilizarán los argumentos expuestos en el propio texto, así como el bagaje personal, para poder dilucidar hasta qué punto el psicoanálisis promovió una despersonalización del paciente al poner, erróneamente, a la ciencia por encima de la espiritualidad.

De igual forma, trataremos de explicar el valor que tienen en la actualidad las teorías que Freud expuso en su momento, más allá de lo supuestamente desechadas que se encuentren ahora, a la luz de la segunda década del Siglo XXI, para poder llegar así a la comprensión de términos tales como espiritualidad inconsciente, análisis existencial de la conciencia y, por su puesto, la presencia ignorada de Dios.

Sobre la presencia ignorada de Dios

En su momento el psicoanálisis representó un progreso hasta lo que en aquel entonces se conocía como psicología clínica. Elevado por el mismo Freud al grado de “ciencia exacta”, el psicoanálisis alzó la bandera del progreso humano. Su principal arma: la objetividad. El enfermo se convirtió en un ser “objetivizado”, al cual únicamente el médico podía “arreglarlo”. Se trata de la conceptualización del hombre como una máquina propia de las revoluciones tecnológicas, intelectuales y políticas de inicios del Siglo XX (marxismo, comunismo, modernismo, mecanización del trabajo).

En esa mecanización de las personas el psicoanálisis concibe al paciente enfermo como un ente que es presa de sus impulsos. Para ello contempla al individuo como un Yo dominado por un Ello, que vienen siendo los impulsos, el instinto, la energía sexual en forma de la libido. El Yo equivale a un puente de conexión entre el Ello y el Super Yo, al cual Freud entenderá como las reglas que ejerce la sociedad sobre los individuos; las prohibiciones que permiten al hombre vivir en colectividad (no al incesto, no al homicidio, no al canibalismo) y que, reprimidos los impulsos, sobrevienen en pulsiones, ya sea de vida (Ethos) o de muerte (Tanathos).

La lucha intrínseca, dice el psicoanálisis, entre el Yo (lo consciente), el Super Yo (lo preconsciente) y el Ello (el inconsciente) devendrá en neurosis. Insiste en reafirmar al Yo como el individuo que se construye a través de un Super Yo, que evoluciona conforme a su crecimiento, en tanto a sus negaciones, restricciones y constricciones. Para sanar ha de ser necesario traer a la conciencia lo impulsivo; se entiende de ese modo al hombre como un ente lleno de impulsos, concepción que viene a chocar con el análisis existencial, que nos lleva a ese Yo responsable, consiente de sí mismo.

Aquí aparece el llamado inconsciente espiritual, que confronta lo impulsivo y lo espiritual en el inconsciente; en esa espiritualidad inconsciente se esconde aquello que con tanto temor toca, apenas de soslayo, la ciencia: la existencia (el ser como espíritu). Convierte al individuo no en un Yo pasivo ante la influencia de los impulsos, sino que reside en él un ser responsable, un inconsciente espiritual, de acuerdo al análisis existencial que propone el propio Viktor E. Frankl, apoyado por los antecedentes de M. Boss, que pretende dilucidar las fronteras entre lo consciente y lo inconsciente.

Estos conceptos podrán acercarnos a la concepción del ser espiritual, de “la persona profunda”, en la cual recaería la esencia real de lo que puede llamarse “hombre”. En la persona profunda está lo realmente inmanente del ser humano, lo que, por ser propio del campo ontológico, es completamente irreflexible, irreductible e inexpugnable; un estado fenomenológico tan primario (no confundirse con impulsivo) que por ende no permite análisis “de”, como pretende la psicoterapia, sino “sobre” la existencia, a sabiendas que esta se encuentra alejada del campo materialista.

Lo realmente humano pertenece más bien al campo de la consciencia prelógica, aquella que duerme inconsciente en el ser, que va de la mano con la inteligencia premoral, conceptos que apuntalan la estructura del entendimiento piscoclínico de la persona, a la cual los “técnicos” del psicoanálisis pretenden reducir a los conceptos puros de la razón: la lógica y la moral. La conciencia se revela como una función esencialmente intuitiva, que funciona a través de anticipación, algo aparentemente inherente a la posibilidad del ser (el poder ser), que es pura potencia. 

Esta potencia anticipada es, en todo caso, un instinto ético, que nace en completa oposición al instinto como tal, al que pudiéramos denominar “instinto animal” o “instinto vital”, que sirve a los animales para sobrevivir bajo ciertas circunstancias, especialmente en la colectividad; el instinto ético permite al individuo entenderse como un ser individual y rescatarse a sí mismo de las trampas que a veces pueda colocarle la razón. Así funciona la creación artística, como una manifestación de la espiritualidad inconsciente, pues en el arte florece todo lo que la luz de la razón no ilumina.

El autor también compara el proceso de la conciencia con el acto del amor, al referirse que el amor, para ser amor, debe estar alejado de cualquier impulso. El amor como tal es un acto de decisión. No se puede amar a alguien por obligación o solo dejándose llevar por los impulsos primitivos. Es el amor, en su aparente irracionalidad, un acto completamente consciente, por lo que la verdadera conciencia profunda del ser debe posicionarse a un nivel similar, originalmente inconsciente, pero lista para emerger.

Es aquí que queda de manifiesto uno de los tantos errores cometidos por el psicoanálisis más férreamente defendido por los psicoanalistas: pretender que la solución a los conflictos existenciales del individuo dependen únicamente de hacer emerger eso que se encuentra escondido en el inconsciente, ejemplo está en el aspecto artístico, donde ese “algo” que se esconde en las penumbras, que solo sale a la luz (se da a luz) en ocasiones a través del “sentimiento oceánico”, no puede ser sujeto a las estrictas leyes y normas de la razón (incluso puede estar fuera de la ley moral).

Pero ¿Cómo aterrizan todos estos conceptos en la práctica clínica de la psicoterapia, y cómo es que tiene que ver con la relación médico-paciente? Aún más ¿cómo esto nos lleva al cuestionamiento sobre la presencia ignorada de Dios? Para este punto ya nos queda claro que hablar del Yo espiritual nos lleva a hablar de conciencia, arte y amor, en contraposición del diálogo con el Ello, que desencadena la neurosis y la psicosis; tratar al individuo como un ser presa de sus impulsos es, por ende, descalificarlo como un ser con posibilidades de sanar desde sí mismo.

Ejemplo está en la interpretación de los sueños. Tal y como lo planteaba Freud lo que se encontraba al analizar e interpretar los sueños eran reductos de aquel inconsciente impulsivo, que su teoría invariablemente colocaba bajo el contexto de las pulsiones eróticas como deseos reprimidos; ahora bien, desde el punto de vista del inconsciente espiritual, se puede dar una interpretación distinta (¿más profunda?) de lo que ocurre en el mundo onírico, algo que pudiera llamarse interpretación analítico-existencial.

Es por ello que el profesional que utilice el método psicoanalítico para atender a un paciente deberá no solo pedir de dicho paciente que se abra a la clínica, que de él provenga una absoluta sinceridad (objetividad), sino que también es necesario que el investigador posea dicha cualidad, esa imparcialidad incondicional, a no cerrar sus ojos a los hechos que provengan del inconsciente espiritual, a fin de no clausurar la puerta para encontrar las respuestas y la sanación en eso que se esconde a la razón.

Una interpretación más abierta de parte del analista permitirá entender que los sueños no solo son manifestaciones de aquello que se reprime (el Ello, los impulsos primigenios que terminan convirtiéndose en pulsiones) sino que poseen también cualidades que permiten conocer los pormenores del estado de vigilia del paciente: lo inconsciente se manifiesta para poder arreglar lo que anda mal en el estado consiente, y no solamente es manifestación de algo que el individuo reprime en (hacia) su interior. 

Es en este punto en el que empezamos a construir y entender eso que V. E. Frankl expone como “la ignorada presencia de Dios”. El autor refiere que en algunos casos el paciente enfermo esconde su religiosidad al médico por pudor, no por represión neurótica, como dicta el más docto de los psicoanalistas. La vergüenza a que algo tan sagrado como la fe quede expuesta a los ojos despersonificados de la ciencia hace que se repriman los sentimientos (entendidos estos no como estadios, sino como profundas emociones espirituales) para protegerlos de su banalización.

Y es que es bien de todos conocido que el psicoanálisis, como hijo de los movimientos ya anteriormente mencionados nacientes del Siglo XX (comunismo, socialismo, marxismo), tiende a concebir al mito (entendido esto como la espiritualidad religiosa primigenia) como un proceso propio del ser primitivo, que no tiene cabida en una sociedad modernista. Es por ello que ante el médico el paciente prefiere quedarse con un Dios oculto antes de ver mecanizada y objetivizada su verdadera fe.

Si de parte del profesional de la medicina no estuviera de por medio la barrera de la objetivación de los problemas clínicos que presenta el paciente, la espiritualidad de este último no se vería como una obstrucción para llegar a la solución del conflicto emocional, sino que al contrario, podría utilizarlo como vía para la sanación; no se trata de que el psicoanálisis use la espiritualidad como camino para sanar, o viceversa, se trata de entender que dicha espiritualidad constituye en esencia el ser del individuo.

Pedir al enfermo que separe su fe de su enfermedad y pretender tratarlo como partes independientes de una maquinaria es subestimar aquello que va más allá de cuerpo y alma: el espíritu. No se trata de que un individuo somatice tanto su realidad al punto de que solo encuentre refugio en la religión (de ahí la necesidad de separarlo de ella), sino que sin esa espiritualidad no existiría; como lo abordamos antes, el ser no se constituye de un Yo presa del ello, sino de un Yo consciente y espiritual.

Cuánto sufrimiento debe de esconder una persona que ya ha estado lo suficientemente enferma como para reconocer que necesita ayuda clínica (admitámoslo, si dentro de la psicoterapia se esconde por pudor real la espiritualidad propia, en el exterior, en el “mundo real”, se esconde la necesidad de asistir a terapia por vergüenza social), para que todavía deba reprimirse y reprimir eso que le es inherente, su propia fe, por temor a que el ojo clínico del psicoterapeuta llegue a denostarlo y la humille.

Hablar de la presencia ignorada de Dios tiene mucho que ver con lo anteriormente planteado. Ese Yo inconsciente espiritual no es otra cosa que la fe que permanece precisamente ignorada por la conciencia del individuo, pero siempre está lista para emerger como una necesidad intrínseca de comunicarse con Dios. Nuestra relación con Él puede ser muchas veces ignorada, inconsciente y reprimida. El Dios inconsciente no es el Dios que ignora, sino el que es ignorado (desconocido) por el individuo. Es la religiosidad inconsciente. 

Dicha religiosidad muestra oposición a términos planteados por médicos como Carl D. Jung, quien, si bien consideraba la existencia del inconsciente espiritual, le confería atribuciones propias al instinto, como si la religiosidad latente en el ser humano fuera algo meramente innato, al mismo nivel que los impulsos sexuales. La religiosidad no es un atributo biológico, sino reflexionado y elegido, por más que se hable de un inconsciente colectivo o de arquetipos religiosos.

Si bien el individuo al nacer encuentra allanado el camino hacia la fe, será él y solo él quien determine si sigue o deja dicho camino. Bajo en análisis existencial se puede entender a la neurosis como esa carencia de trascendencia del espíritu y la conciencia, no únicamente como consecuencia de la represión de los impulsos. Aunque aquí bien podría haber concordancia: la religión reprimida (no solo a nivel individual, sino colectivo) crea neurosis, tal como lo hace la represión del Ello.

Esto nos lleva también a la reflexión en torno a la trascendencia de la conciencia, de que el individuo entienda de que es libre de su ello, y que dicha libertad lo hace responsable de sus actos. Pero tan libre y responsable es el paciente como el médico. Del entendimiento del término “trascendencia” dependerá en mucho la capacidad de uno y otro (médico y paciente) para establecer una sana relación que conlleve al entendimiento adecuado del rol que juegan ambas partes en la psicoterapia.

El afán de reducir dicha trascendencia a un mero estímulo de la economía libidinal por parte del psicoanálisis no es más que otro de los intentos de dar una explicación, desde la óptica materialista, a algo que se ha llamado de tantas formas: conciencia, inmanencia, etc., y que bien podría encajar en eso que conocemos como conciencia espiritual. Visto de ese modo, el individuo (Yo), no sería alguien preso entre el Ello y el Super Yo al entrar al consultorio de un médico, sería alguien que se debate, casi a la misma proporción que el terapeuta, entre el espíritu y la razón.

Conclusiones

Ahora hablamos de la psicología clínica, del tratamiento de la salud mental, pero ¿en cuántos ámbitos de la vida diaria los individuos no deberán reprimir su fe, amar a escondidas a Dios, por temor a ser juzgadas? Hoy, en pleno Siglo XXI, con el pensamiento freudiano más que trascendido, la sociedad postmodernista se las ha ingeniado para desplazar al plano de lo “primitivo” todos los aspectos relacionados a la fe. Desde distintos preámbulos que los empleados en el siglo pasado, el pensamiento postmoderno pretende erradicar la religión en aras de un supuesto progreso.

Resulta trascendente que el profesional de la medicina (ya sea psicoterapeuta o no) entienda la función primigenia que representa la espiritualidad de las personas y que en ella se esconde inconscientemente el potencial necesario para sanar. No hablamos de sugestión, se trata de algo mucho más profundo. No es una herramienta, es en esencia eso vital, eso energético, que nos hace precisamente “ser”.

Importante será también que el campo de trabajo del médico no atraviese el del sacerdote. Aquí aplicaríamos perfectamente la frase “lo del César al César, y lo de Dios a Dios”, y no solamente por el entendido de que para la fe ninguna razón, para la ciencia ninguna fe, sino que cada especialista (el psicoterapeuta, especialista en el pensamiento y las emociones, el clérigo en la fe y espiritualidad) se debe también a leyes, preceptos y dogmas que hacen posible llevar a cabo su deber en la comunidad.

Al médico como tal si el enfermo es religioso o no le interesa poco, pero al médico creyente sí le importará; sin embargo, nunca pretenderá imponer su pensamiento espiritual en el paciente, aguardará el momento para que este se manifieste en su naturaleza inconsciente. Como se ha dicho ya anteriormente, el médico no debe inferir en el terreno de la orden sacerdotal, tal como el sacerdote no interfiere en los terrenos del médico. La verdadera espiritualidad no podrá ser condicionada.

Igualmente resulta trascendental reiterar que la psicoterapia no puede ser comprendida como una sierva de la misión sacerdotal, tal y como la psicoterapia no pude reducir a la religión como un “método de curación”. Los caminos deberán unirse tal y como la espiritualidad inconsciente emerge: de manera espontánea, como la fe en Dios.